Al Leo Messi de los pies
de oro, sobre todo el izquierdo, no le faltan ni cabeza ni corazón.
Acostumbrado a ganar, a regatear, a personalizar la jugada, a
protagonizar el remate más espectacular y a marcar el gol sin depender
de nada ni de nadie, debió vivir una frustración personal al no poder
arrebatarle el FIFA World Player a Cristiano Ronaldo.
No
por envidia, que no la siente ni él ni ningún barcelonista del
extraordinario delantero portugués, sino porque en el fondo, y con un
balón en los pies, Messi también lo dejaría sentado. Fueron otros
problemas, no la clase ni el talento pluscuamperfectos de Messi, los
que le impidieron al Barça ganar los títulos que sí conquistó el
Manchester United y que atrajeron a la prensa extranjera en el Balón de
Oro y al colectivo de capitanes y seleccionadores en el FIFA World
Player a reconocer la trayectoria del portugués durante la temporada
2007-08, campeón y 'Pichichi' de la Premier y de la Champions League.
Lo
que convierte en anacrónica la ceremonia del pasado lunes por la noche,
igual que la del Balón de Oro en diciembre pasado, es que las
votaciones se circunscriben a ese periodo natural de la temporada. Ha
transcurrido tanto tiempo entre los méritos y la entrega del premio que
la percepción de ver al hoy mejor jugador del mundo, Leo Messi, quedar
segundo ante un Cristiano Ronaldo en horas bajas, produce una profunda
e inevitable sensación de injusticia. Como la que sintió el propio
Messi en el escenario del teatro suizo a donde se prometió volver el
año próximo a llevarse el trofeo.
Diez minutos de tristeza
Diez
minutos le duró a Messi la leve sensación de tristeza que le produjo no
ganar el FIFA World Player. Luego surgió el Messi campeón, que además
hizo pública esa conjura tan personal a quienes le rodeaban, dejando
claro que nadie discutirá al final del 2009 quién es el mejor jugador
del mundo. A Leo, que ya lleva dos años rozando el larguero, lo que
leva es marcar el golazo de ser número uno mundial, ve la jugada y
además ambiciona ponerse esa corona, ahora más que nunca después de
estar allí, sólo diez minutos, dejándose llevar por una lógica pero
sólo pasajera y constructiva decepción. La bestia, dormida o no, surgió
de esos momentos de reflexión para dejar claro que nada se interpondrá
en un reinado que, no hay que engañarse, ya ha iniciado de algún modo.
Sin rencores, admitiendo que los títulos son una catapulta
imprescindible para ese tipo de galardones, el Messi de la noche del
lunes, ya de regreso, se prometió a sí mismo y se comprometió ante sus
íntimos a ser el mejor del mundo en este 2009.
El Barça
sale ganando porque esa voracidad se traducirá, si las cosas no se
tuercen y las lesiones no le persiguen, en títulos y en argumentos que
ya nadie podrá discutir. La Champions y la Liga que Leo pretende
personalizar con su fútbol y sus goles las necesita para levantarse y
recoger el trofeo en la próxima edición cuando el Beckenbauer de turno
diga en voz alta el nombre del nuevo Rey.
La del lunes fue
una ceremonia en la que el relevo se palpaba en el ambiente. Leo ya ha
crecido, ya es un gigante con demasiada hambre atrasada como para no
devorar todo lo que se lo ponga por delante